Una pandemia en la República de la alegría

SANTO DOMINGO.- Llega el viernes a República Dominicana y lo único que el cuerpo sabe es que deberá guardarse antes que el mismo sol; lo que no pudo ni Trujillo, lo pudo el coronavirus, matar la alegría de un pueblo que lleva la fiesta por estandarte.

Para el octavo boletín, el ministro de Salud cuenta más cuentos que cuentas, pues los números no cuadran con el registro popular y los francomacorisanos gritan si los dejarán morir junto a los doce compueblanos que ya se fueron sin velorio.

En la metrópoli, la manicura de OPI de las pudientes se descascara junto a los restos de comida que corren por el fregadero, y sus hijos, hartos de iPad, se han quedado sin escuela y sin nana.

Allá en el arrabal, donde el 4% siguió de largo, no conocen de Netflix, ni llega la luz, las madres le echan más agua a la sopa porque al sueldo le sobra mes.

Afuera, en el colmadón, ya no hay bachata ni gente, y la entretención del barrio ha pasado de ver pelota, a contemplar cómo se llevan a los ‘tígueres’ a los que el toque de queda les da “par de tres”.

Ha llegado la neumonía de Wuhan y con ella, la prueba de fuego de la gestión Danilista; ahora atestiguaremos la realidad de los casi dos millones de dominicanos que el presidente ha “salvado de la pobreza”, o si la República Digital sirve para algo más que repartir computadoras.

Al noveno día de cuarentena, el Banco Central se ha dedicado al lavado de efectivo, literalmente, con agua y jabón, mientras que los pobres buscan dinero para hacerse una prueba que tampoco aparece.

La angustia se come las calles desoladas como a las embarazadas que no saben si dar a luz o guardarse la criatura adentro; los abuelos llevan un mes abandonados en una mecedora y los nietos se encueran en la entrada de la casa.

El único palé que conocen los jugadores son el 20 y el 581, (los del reporte de COVID-19 de hoy), pues hasta la Lotería se ha quedado sin trabajo, igual que los viralatas, que tampoco encuentran motoristas a quienes morder los tobillos.

Los valientes enamorados se besan por encima de las mascarillas y, los cobardes, bendicen el Facetime; mientras que en los moteles sobran las camas vacías que faltan en los hospitales.

En los súper, el Lysol es producto gourmet, las “manitas limpias” le han hecho el agosto a más de uno, y por los predios del mercado negro ya no se venden boletas, sino las muy cotizadas N95.

“La última barrera somos nosotros, y si nosotros caemos, caen todos”, dice una enfermera del Ramón de Lara en San Isidro, el primer hospital que recibió pacientes infectados y donde ahora las salas de emergencia parecen, más bien, una zona de guerra.

En el olvido ha quedado la Junta y su desastre electoral, pues de la política lo único que suena son funcionarios “coronados” y los candidatos que se aprovechan de la crisis para lucir aviones de rescate y prometer ayudas tan inciertas como el fin de la pandemia.

Como de costumbre, los criollos intentan combatir el virus con medicina popular y agua bendita; “miel, ajo y hojas de naranja”, aconsejan algunos, en lo que los doctores, también como de costumbre, resuelven con lo que pueden.


Conciliar, consumir menos energía y vivir con menos es posible, ahora que al parecer nuestra vida, en palabras de Juan Luis, ni es lo mismo, ni el igual.

Pero no todo es malo. Los medios están recuperando su esencia de servicio público; los niños, están volviendo a jugar como niños, hemos entendido que en un momento, podemos convertirnos en los discriminados, los segregados, los atrapados en la frontera, los portadores enfermedades, independientemente de nuestro color de piel, nuestro pasaporte o nuestra situación de bolsillo.

Ahora que solo nos queda la tecnología, añoramos la verdadera cercanía; los besos, los abrazos, los amigos, las miradas y hasta el caos en los tapones.

Ahora, cuando hasta el mañana es incierto, un virus nos hace entender que la muerte no es la mayor pérdida en la vida, que el peor quebranto es lo que muere dentro de nosotros mientras la vivimos.

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